No hay momento más dramático en la vida de un niño que cuando recibe la noticia de que va a tener un hermano. En mi caso no fue exactamente así, ya que cuando nací, mi hermana ya existía. Todos los adultos se compadecen del pobre niño que sufre porque ha tenido un hermanito y ya no le prestan tanta atención como antes. Pero los hermanos pequeños también merecemos la compasión adulta… a los hechos me remito.
Hoy, en «la gran responsabilidad de ser niños», mis descubrimientos y decisiones condicionados por Sonia, mi hermana:
– Cuando comprendí la estrecha relación entre los celos y el odio.
Bueno, vale, tenía una hermana mayor y eso era inevitable, porque ella había nacido antes que yo. Pero eso no significaba que tuviera que quererla.
Recuerdo aquella vez en que mi hermana, corriendo por el salón, se estampó contra una puerta de cristal, a la que hizo un enorme agujero con la cabeza. Yo me eché a llorar porque me daba miedo que un ladrón entrara por el agujero esa misma noche. Por cierto, a mi hermana no le pasó nada.
Sonia sacaba buenísimas notas y, como fuimos al mismo colegio, pasé toda mi infancia escuchando de los profesores aquello de «Vaya, Fiteni, imagino que serás hermana de Sonia… pues a ver si eres tan aplicadita como ella» (aplicadita… es que vaya palabra. Normal que no quieras a tu hermana cuando la definen como aplicadita).
Mi hermana hacía otras cosas como comprarse una bolsa de chucherías y mordisquear una de ellas durante siglos, tiempo en el que a mí me había dado tiempo a acabarme mi bolsa y volver a tener hambre. Luego, ella guardaba el resto de gominolas en un cajón y aseguraba que «eran para luego». Ese «para luego» nunca llegaba, así que yo le pedía que me diera una. Siempre me respondía que no, que yo tenía las mías y había decidido comérmelas porque era una ansiosa. Todos decían que si Sonia había decidido guardar sus golosinas, eran suyas y podía hacer lo que quisiera. Finalmente, la bosa acababa 4 meses después en el cubo de la basura.
La psicóloga del colegio -una señora muy rara, que nos obligaba a decidir si queríamos más a nuestro padre o a nuestra madre (y no valía decir que a los dos o que a ninguno)- nos reveló a mis padres y a mí que tenía un problema de celos con mi hermana. Nos fuimos los tres indignadísimos a casa. Mi hermana lo hacía todo mejor que yo, pero eso no significaba nada. NADA.
– Cuando comprendí la estrecha relación entre los celos y el amor.
Una tarde, volviendo del colegio, Sonia llevaba un carrito de esos de humillada para llevar los libros de texto. Una chica mayor (en años y estatura) le pisó el carrito y le dijo «Tú, dientes de conejo, ¿a dónde vas tan rápido?».
Era cierto que mi hermana no me caía muy bien, que llevaba un carrito ridículo y que, además, tenía dientes de conejo. Pero eso no le daba derecho a esa idiota a decirle nada. Sentí que debía protegerla, que yo era su única salvación y que, si no hacía nada, mi hermana no volvería a casa jamás. Así que saqué mi mejor voz de pito y le dije «Eh, tú, gorda, deja en paz a mi hermana».
Bien. Acaba de insultar a una chica que me sacaba 7 cabezas (eso tampoco era difícil porque yo soy era enana) y todo apuntaba a que iba a morir en ese preciso instante. Entonces se produjo el milagro: el semáforo en el que estábamos paradas se puso en verde, la chica soltó el carrito y comenzó a caminar.
– Gracias -dijo mi hermana.
-Es que te quiero mucho – contesté yo.
(creo que esta última conversación no se produjo en realidad, pero la he puesto para que pilléis la moraleja).
– Cuando comprendí que no todos los sacrificios tienen su recompensa.
En una de nuestras continuas visitas al dentista -Sonia tenía los dientes de conejo, pero yo tenía los colmillos a 3 palmos de su sitio-, la doctora nos dio un calendario a cada una. En cada día del calendario, había una perita muy mona dibujada que sólo podíamos colorear si nos lavábamos los dientes cada noche. Tiene más sentido que la perita fuera una muela, pero yo la recuerdo como una perita feliz y con un cepillo de dientes en la mano.
Para mi hermana era fácil: se lavaba los dientes, se enjuagaba con flúor, coloreaba su perita y se metía en la cama. Yo, en cambio, sentía un cansancio terrible cuando llegaba el momento de lavarme los dientes, así que trataba de convencer a mi madre de que me dejara colorear la pera sin hacer mis deberes del dentista. Como no hubo manera, decidí que en realidad una puta pera tampoco merecía tanto sacrificio, así que mi calendario se quedó blanquito.
Además, nos dio igual tanto a la una como la otra, porque con 10 años ya teníamos todas las muelas de la boca empastadas. Yo recordaba aquellos capítulos de mi hermana con la bolsa de chucherías y pensaba «vaya, vaya, vaya … ¿a quién ha castigado por egoísta esta vez el Niño Jesús?»
– Cuando decidí que con imaginación la vida es más bonita
Sonia y yo dormíamos en la misma habitación. Aparentemente teníamos miedo a la oscuridad, así que nos dejaban la luz del pasillo encendida. A mí me encantaba porque, dependiendo de la cantidad de luz que entrara en el cuarto, se proyectaban distintas sombras en el techo. Jugábamos a decir a qué se parecía cada sombra hasta que una noche vimos a… PETER PAN.
No es que se pareciera a Peter Pan, no. Es que ERA Peter Pan. Yo entré en pánico (es que, además, Peter Pan no tiene sombra. Bueno sí, porque estaba en mi habitación), así que llamé a mi abuela y me llevó con ella al salón hasta que me dormí en el sofá.
Pues bien, mi hermana dice que no recuerda nada de ver a Peter Pan. Es más, no le suena de nada lo de que jugáramos a las sombras. Tampoco está segura de que dejáramos la luz del pasillo encendida. Sólo le falta decir que ella no es mi hermana.
– Cuando comprendí que nunca sería un ser vengativo
– Sonia, ¿jugamos?
– Ay Belén, es que no me apetece.
– Porfi.
– No.
– Sonia, ¿jugamos?
– Ay Belén, es que no me apetece.
– Porfi.
– No.
– Sonia, ¿jugamos?
– Ay Belén, es que no me apetece.
– Porfi.
– No.
– Mamá, Sonia nunca quiere jugar conmigo -yo lloraba.
– Haz una cosa, el día (hipotético) que Sonia quiere jugar, ¡pues tú le dices que no!
– No, no, no. El día que ella quiera jugar, le digo que sí.
*Sonia está un poco asustada por si pensáis que era una niña repelente con dientes de conejo. A ver, lo era, pero ahora es lo más y tiene los dientes preciosos.