La gran responsabilidad de ser niño (Vol.1)

Estos días ando trabajando como jurado de un concurso para niños de Cambridge University Press y me ha dado por pensar en este bonito momento de la vida. Bonito, pero difícil.

Y es que los niños deberían preocuparse únicamente de ser niños pero, sin darse cuenta, es durante esta tierna y dulce etapa cuando realizan los hallazgos más insólitos sobre sí mismos y toman algunas de las decisiones más relevantes de su existencia.

Yo me he dado una vuelta por mis años de niñez y he descubierto impactantes hitos que marcarían para siempre mi forma de ser…

– Cuando decidí sacarme el carné de conducir.

Ésta es una decisión que suele tomarse a la mayoría de edad, momento en que uno empieza a valorar su independencia y libertad. Sin embargo, yo no tenía más de 6 años cuando supe que el carnet de conducir sería la solución al mayor de mis problemas: EL MAREO.

Me mareaba en cualquier viaje, corto o largo; es más, ya comenzaba a sentir los síntomas por la noche, pensando que al día siguiente tenía que viajar. Una vez, vomité en el garaje y mis padres me explicaron un concepto: la sugestión. Decían que, cuando tenía que viajar, yo me sugestionaba y por eso me mareaba, pero yo no los escuché mucho porque estaba contando las bolsas que me quedaban para el resto del viaje.

Las excursiones del colegio eran mucho peores. Al fin y al cabo, mis padres me querían y habían aceptado que tenían una hija sugestionada que nunca había conseguido salir de Madrid sin vomitar. Pero mis compañeros no eran tan benevolentes. Ninguno quería sentarse conmigo, así que yo me sentaba en primera fila, detrás del conductor y al lado de la profesora -muchas veces después de haber vomitado por primera vez, a escondidas, tras oler el apestoso tufo del autobús-. Cuando sacaba la primera bolsa, la profesora, solía compadecerse de mí y hacía lo imposible por tratar de distraerme y/o ayudarme, pero yo siempre le contestaba «estoy bien, tranquila, ya estoy acostumbrada».

Como todavía no tenía edad para conducir el autobús del demonio, opté por una solución más sencilla. Cuando nos informaban de que haríamos una nueva excursión con el colegio, yo siempre procedía de la misma manera:

– Papá, ¿cuánto se tarda en llegar a Torrelaguna? -las excursiones del cole eran UN DESFASE-.

– Una hora, más o menos.

– Vale, mañana tenemos excursión a Torrelaguna, pero no voy a ir.

Es que lo probé todo. Llegué a hacer un viaje con una aspirina en el ombligo; un bote de colonia en una mano; un limón en la otra; una cuerdecita saliendo del coche y tocando el asfalto; un chicle; música de La Década Prodigiosa a todo trapo; una biodramina en la boca y otra en el culo*. Pero nada, era inútil, así que mis viajes siempre acababan de la misma manera:

– Mamá, ¿falta mucho?

– Un ratito -daba igual lo que faltara, ella siempre contestaba «un ratito».

– Vale, bolsa.

*¿Alguna vez os han puesto un supositorio? ¿Cuántos segundos transcurrieron desde que os lo pusieron -con la prohibición expresa de hacer caca- hasta que os saltasteis la prohibición? Abro debate.

 

– Cuando comprendí que las mentiras no llevan a ningún sitio.

En clase de gimnasia, la profesora nos contó que íbamos a hacer un nuevo ejercicio: LA CAMPANA. Puede que no sepáis lo que es hacer la campana, porque es bastante probable que la profesora se lo inventara para matarnos a todos, sobre todo a mí, ya que me tocó como pareja una de las niñas más fuertecitas de la clase (yo era la menos fuertecita).

A continuación, os presento un esquema de la maldita campana:

DolorMi compañera y yo tratamos de ensayar un par de veces, pero cuando noté un ligero aplastamiento en las vértebras, me asusté. Entonces, elaboré un complejo plan que consistía en fingir un esguince.

Mi madre me llevó al médico, quien debió de percibir mi agobio porque, tras tocarme el tobillo y escucharme un par de veces exclamar «ay, ay», me diagnosticó un esquince, sin hacerme radiografía ni nada. Me pusieron una venda de esas que se pegan a la piel como el huevo a una sartén antiadherente.

Todo marchaba según mi plan, hasta que una noche descubrí en la ducha unas pequeñas ampollas en la piel. Al día siguiente, las ampollitas ocupaban el 98 % de mi cuerpo: tenía varicela.

Llegó el momento de quitarme la venda y reventarme todas las ampollas de la pierna -tarea que me llevó 8 días-.Además, había calculado mal mi baja por esguince y en la evulación final me tocó hacer la campana. Pensé que aquello era una especie de sanción por haber mentido –karma, ¿os acordáis?-, aunque mi abuela prefirió llamarlo «te ha castigado el Niño Jesús».

 

Próximamente, segundo episodio de LA GRAN RESPONSABILIDAD DE SER NIÑOS. ¡Permanezacan atentos!

 

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